Época: cultura XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Los dominios del catolicismo

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

La supresión de la orden de San Ignacio es uno de los sucesos más característicos del siglo XVIII, fruto, y reflejo a un tiempo, del poder del Estado sobre la Iglesia así como de la división interna de ésta.
Al comenzar la centuria, la posición religiosa de los jesuitas se había debilitado al condenar Roma sus métodos evangelizadores en China, donde habían intentado compatibilizar el Cristianismo con algunas prácticas paganas a fin de atraerse a los gobernantes. Más tarde, desde Benedicto XIV, perderían ascendencia cerca del Pontífice mientras que, por el contrario, se incrementaban las filas de opositores temerosos, unos, envidiosos, otros, de su poder e influencia. Entre ellos se contaban miembros del propio clero secular y regular, los jansenistas y las autoridades seculares, de las que van a partir los desafíos más serios y trascendentes. Los gobernantes ilustrados recelan de la ascendencia de la compañía entre la clase política, a la que educa o confiesa, de sus actitudes conservadoras en la enseñanza, de su defensa de la intervención eclesiástica en política y, sobre todo, les resulta muy contraria a sus planes la dependencia directa que mantiene de la Santa Sede.

El movimiento lo inició Portugal, donde Pombal sostiene un duro enfrentamiento con los jesuitas desde que en 1750 recibiera de España parte del Paraguay, territorio en el que tienen establecidas sus reducciones. Las acusaciones se entrecruzan. Uno de los misioneros más conocidos, Malagrida, afirma públicamente que el terremoto de Lisboa es un castigo de Dios por la política del Gobierno; Pombal responde con un escrito, muy bien recibido en los círculos europeos ilustrados, acusando a la orden de explotar a los indios. Las tensiones van subiendo de tono hasta que, tras considerarles implicados en el atentado al monarca José I, se les expulsa en 1759. La fecha marca también el inicio de una de las más duras políticas de persecución contra los bienes y las personas de los jesuitas. El propio Malagrida acabó siendo enjuiciado y ejecutado por la Inquisición.

La iniciativa portuguesa crea un peligroso precedente que no tarda en seguir Francia. Aquí, los jesuitas habían intentado protegerse aceptando los principios galicanos que tanto agradaban a los parlamentos, pero no va a ser suficiente. Las iniciativas financieras del superior de la Martinica y la negativa del general de la compañía de delegar su poder en un vicario residente dentro de territorio francés fueron las cuestiones que sirvieron para justificar la orden de expulsión en 1764. Tres años más tarde, 1767, han de salir de España, acusados de instigar el motín de Esquilache, y de Nápoles. Apenas han pasado doce meses, 1768, cuando Parma adopta idéntica decisión. Las presiones sobre el Papado crecen y, finalmente, Clemente XIV accede a conceder la orden de disolución de la compañía, lo que permite a los Estados incautarse de sus bienes y pertenencias.

Pese a recibir los mayores aplausos entre los círculos ilustrados, esta política antijesuítica no encontró siempre un apoyo unánime. Así, algunas cortes soberanas francesas -Alsacia, Franco-Condado- se negaron a secundar la decisión de París, y en los lugares donde existían misiones, la oposición partió del propio pueblo. Es más, la devoción al Corazón de Jesús siguió fuertemente arraigada en los territorios católicos durante el resto de la centuria.